Voy a abusar un poco de mi condición de bloguero y voy a reflexionar fuera del tiesto, o sea, que mis próximas entradas no van a tratar sobre cine, sino que se van a referir a la experiencia del viaje a Sierra Leona que he tenido el privilegio de realizar en julio de 2010 con un proyecto de voluntariado de la universidad CEU San Pablo. Y aquí va la primera entrega de las “Memorias de un Apoto” (Apoto es hombre blanco en krio, la lengua mayoritaria en Sierra Leona, derivado de portuguese, siendo los portugueses los primeros blancos que llegaron a Sierra Leona en el siglo XV) en este nuevo esquema de blog que podríamos titular provisionalmente “Cine por cooperación”.
Kamabai. Etimologicamente: algo hay. Lo que no hay son palabras para describir esta maravilla, la amistad, el sufrimiento, la ayuda, el cansancio, la alegría, el sacrificio… sí, desde luego que algo hay, algo hay en Sierra Leona, algo hay en dedicar un verano a los demás, algo había en nuestros corazones a la vuelta y algo se nos quedó allí para siempre.
La gente te pregunta: “¿qué tal Sierra Leona?” y para mi sorpresa se responden a sí mismos antes de que me de tiempo a abrir la boca “Seguro que fenomenal”, “Tiene que ser una experiencia preciosa”, “Pero muy duro ver tanta pobreza”, “Yo tengo que hacer algo de eso alguna vez”. Cuando puedo explico: “Pues fuimos con el CEU, primero unos de avanzadilla el 9 de julio y luego el resto el 16. Estuvimos viviendo en Makeni, por las mañanas ayudando a las Misioneras de la Caridad, las de la Madre Teresa ¿sabes? con las tareas domésticas, las curas, las comidas, los niños… y por las tardes íbamos a la universidad y colaborábamos en varias cosas: desde organizar una biblioteca o dar un curso de informática hasta planificar nuevas contrucciones, como un aula magna, que hacía un arquitecto. Luego Gaspar, Eva, Casilda y yo nos fuimos a Kamabai, a la Misión Católica de Agustinos Recoletos en la que había un misionero navarro, José Luis Garayoa y donde estuvimos haciendo una actividad de campamento por las mañanas con niños de tres a seis años y dándoles de comer. Por las tardes o bien organizábamos partidos de fútbol con los chicos de Kamabai o íbamos a repartir ropa y comida por las aldeas al cargo de la Misión.” Pero nunca me quedo contento con el relato, una descripción escuálida para una experiencia tan inefable.
Uno de los últimos días, el obispo de Makeni, monseñor Biguzzi, celebró una Misa especial en la universidad para despedir a los voluntarios de España, o sea, nosotros. Nos invitó a abrir la mente al significado de nuestra acción, en una homilia fabulosa y de un tono muy cercano y campechano, como es él, vaya. Contaba que él mismo, cuando llegó a Makeni treinta y cinco años antes, un niño pobre que apenas tenía para comer le ofreció dos frutos y los rechazó. El niño insistió, él aceptó y aprendió una importante lección: que ese niño era un ser humano, con la dignidad para compartir lo poco que tenía, ¡quién era él para negársela! Pues a nosotros nos podía pasar lo mismo, caer en el síndrome del salvador, del que va avasallando repartiendo ayuda humanitaria sin pararse a recibir. Siempre es mayor el bien recogido que el sembrado, por paradójico que parezca, verdaderamente Dios devuelve el ciento por uno. Un cuento que yo, personalmente, habría de aplicarme, pues mi vivencia anterior en otro país subdesarrollado como es Burundi, me predispuso a creerme que ya me lo sabía todo, y hubo varios palos que me desarmaron y por los que tuve que bajar la cabeza. Claro, que resultaba difícil caer en la tentación de creernos mesías cuando te topas con el ánimo de un pueblo fuerte, decidido a mirar hacia adelante con ilusión y dejar atrás los horrores de la guerra pasada, o cuando te salen al encuentro marabuntas de niños corriendo y gritándo “Apoto! Apoto!” (hombre blanco). Basta que te coja uno la mano sonriendo para que se te caigan todas las caretas.
1 comentario:
Grande, apoto. Espero ansiadamente el vol. II
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